viernes, 24 de febrero de 2012

Dulce ronroneo

Fabuloso día amaneció, los rayos del Sol, burlones, se colaron por las rendijas de la persiana inundando mi oscuro paraíso con franjas de luz y oscuridad, creando un cómico espectáculo matinal.
Desperté otra mañana mas sin más obligación que la de soportar el día, soportar el espectáculo matinal y su monotonía, café, cigarro y ducha. El espejo reflejaba el rostro que mis ojos me transmitían, ojeras que con tozudez no abandonaban mi cara, los marrones ojos miopes ocultos tras unas gafas que odiaba, la barba de meses que me negaba a cortar porque me hacía sentir más mayor, me hacía sentir la triste sensación de que tenía más de veintiún inviernos, veintiún largos y fríos inviernos… seguí durante unos segundos o minutos mirando el espejo, no sé si esperaba algo o simplemente me sentía a gusto perdido en mi reflejo.
Mi rostro seguía inexpresivo cuando la soledad me acompañaba, en esos momentos de duda, en esos momentos en los que ves que tan solo son las diez de la mañana y no tienes nada que hacer, solo una idea me revoloteaba por la cabeza, una pícara e inútil idea, fumarme un porro, la idea me hacía sentir bien, reconozco que no me siento orgulloso de ser un amante empedernido de esta sustancia pero que he de decir al respecto… me encanta volar y sentir que el humo blanco y espeso me inunda creando en mí un resquicio de falsa esperanza. Lo mezclé, lié y prensé como si de un Miguel Ángel, un Picasso o un Botticelli se tratara y en ese instante, sin saber porqué, me vino la idea de disfrutarlo en un ambiente más abierto, con mas luz, con mas aire y sin pensármelo dos veces salí de casa dirección a mi pequeño resquicio de paz, un lugar idílico en una selva de hierro y piedra, un pequeño acantilado natural que miraba por encima al Tajo, escondido entre los árboles y bañado por maleza y porquería.
Sentado en la piedra prendí la yerba, la primera calada me raspó y la segunda me hizo olvidar la primera, miraba despistado a la nada y pensaba en todo y en nada, cuando un gato de orejas puntiagudas y mirada curiosa se acercó a mi regazo y tratándome como un mullido sillón se acurrucó entre mis piernas y empezó a ronronear, me lo quité de encima y terco se volvió a subir en mí, esta vez mirándome fijamente, como retándome, me hizo gracia y le acaricié la cabeza, me disculpé y se volvió a tumbar bañando la tranquilidad con su hipnotizante ronroneo. No sé si fue el porro o las horas que pasé ahí sentado mirando al gato pero cuando me levanté y cesó el ronroneo sentí que algo me faltaba, el gato no dejó de mirarme y yo entre incomodo y feliz le dije -¿vienes?- y él como si hubiera esperado la pregunta levantó el rabo y con la elegancia propia de un felino blincó a mi lado, me miró y emprendimos la vuelta a casa.
Muchos años pasaron y las tozudas ojeras no me abandonaron, mi barba ahora blanca reflejaba con claridad los inviernos que llevaba a mis espaldas y el espectáculo matinal se volvía a repetir, café, cigarro y ducha. Pero esa mañana el ronroneo cesó para siempre, mi inseparable compañía, el que hacía que durante los ratos de soledad mi rostro no fuera inexpresivo, mi fiel compañero de noches en vela me abandonó para siempre. Enterré su peludo cuerpo en nuestro pequeño resquicio de paz bañado por maleza y porquería, donde años atrás nos conocimos, las lagrimas bañaban mi rostro y los recuerdos mi alma, me senté en la piedra donde él me enamoró, donde su ronroneo encandiló mi vida, me levanté, cerré los ojos, soñé por última vez con su ronroneo y salté…

No hay comentarios:

Publicar un comentario